La primera parte la encuentras acá.
En donde íbamos? Ah si, en Tad Faek. En esa cascada en particular dicen que hay unos peces que tienen dientes afiladísimos y por alguna razón oscura muerden con una impresionante precisión el organo que diferencia los hombres de los mujeres, cortando de raíz futuras noches sin sueño, por lo que no me animé mucho a nadar... Me quedé en el mirador y de la nada apareció una señora culebra enorme, que no le importó mucho al parecer que estuviera ahí. Si yo hubiera nacido en Laos, muy seguramente la habría visto con ojos hambrientos, mirándola como la suculenta cena de la noche. Pero como no soy ni de Laos ni cazador, no me llamó mucho la atención quedarme hablando con ella, así que al rato salimos hacia Nam Tok Katamtok, una de las cascadas más grandes de Asia y la segunda, después de Tad Fane que visitaríamos eventualmente.
El tema es que nuevamente había llovido a cántaros y la carrtera estaba impasable aparentemente por un río que no tenía puente. Algo que superaba las capacidades de la querida 115cc China que nos transportaba a sus espaldas. Pero bueno, nada que hacer, así es el monsón. Entonces como plan B, nos tocó devolvernos a Sekong y de ahí a Paksong, la ciudad más importante de la región y la principal (o única?) productora de café. Encontramos un holandés que tenía un lugarcito que vendía café recogido y tostado en el mismo día que se tomaba. Nos invitó a pasar a tomarnos un tinto recién hecho y tengo que decir que compite con el café de mi amada Colombia! Suave, buen aroma, buen gusto... Ah! Me sentí en casa con ese café recién tostado. Para los que estén perdidos por Paksong y se quieran dar una vuelta por la región cafetera, o simplemente tomarse un buen café, hacer click acá para ir al sitio del holandés.
Luego de la parada técnica y llenar el tanque, seguimos a Tad Niang, unas cascadas gemelas, grandotas, ruidosísimas. Lo bueno es que puedes arrancar desde la parte de arriba y hacer un minitrek hasta la caída como tal, donde el que puede, vence el ruído y el miedo de irse de cara en el suelo, para llegar a la base y ensordecerse, y mojarse, y quedar boquiabierto por el poder de la naturaleza... lo de empaparse es literal, porque el viento te golpea con tanta furia, que tan solo pasados apenas unos instantes terminas como si te hubieras metido a nadar al río con ropa y todo.
Al rato, no quedaba otra entonces que usando el krama como toalla, quitarse toda la ropa y colgarla un rato al sol para que se seque. Luego de eso, nuevamente sobre la moto para comerme los pocos kilómetros que nos separaban de Tad Fane, una cascada escondida en la selva profunda, la más grande de Laos y casi del Sureste Asiático. Por caminos destrozados, y bajo una lluvia que previsiblemente reapareció, la moto sufría por llegar y si ella hablara, muy seguramente me estaría echando la madre y parecidas, recordandome que ella no había nacido para éstos trotes. Pero entre quejidos y gruñidos mecánicos, llegamos a un hotelito que quedaba al frente de esa inmensa caída, con su eterno rugir, metida en el centro de la más densa manigua, como sacada de la escenografía de Jurassik Park (la uno!). Ante semejante vista, más que cualquier palabra lo que uno hace es abrir los ojos y también, como un imbécil, abrir la boca sin decir nada.
Había leído en alguna parte que se podía bajar a la base de Tad Fane, haciendo una caminata de algunas horas entre la selva. Motivado entonces por la vista, arrancamos camino abajo con unos alemanes y holandesas que tenían el kit completo de Indiana Jones: sombrero de safari africano, botas para hiking alpino, pantalones a prueba de agua y misiles transcontinentales, camisetas camufladas, morrales ultralivianos con depósito de agua... en fin, basicamente creo que pagaron por el disfraz de aventurero lo equivalente a lo que pagaría yo por seis meses de viaje (y tal vez más!). En últimas, me miraban tan raro a mi como yo a ellos... porque supongo que sería blasfemia retar la selva en el estado que estaba yo: sandalias, pantalones sucios y una camiseta cualquiera, completamente empapada. Uno de ellos, el mismísimo Indiana Jones en calzoncillos tomó la delantera porque según comentaba repetidas veces, tenía experiencia en selvas y arrancamos entonces en una organizada fila india el camino resbaladizo, monte abajo. Y empieza cristo a padecer... Cada cinco pasos se detenían a mirar la brújula y su mapa (!!!????), momento apropiado para que alguna de las chicas se resbalara y fuera a limpiar el suelo con su trasero cubierto con Goretex. Los demás nerviosos miraban por todas partes y se echaban repelente de mosquitos. Luego seguimos hasta que uno de ellos se sintiera cansado, o se fuera a besar el piso, o el gran líder consultara con su gran sabiduría y le hiciera preguntas al espiritu de la selva.
Paso a paso, bajando, agarrándonos de lianas, troncos caídos, ramas, lo que fuera... a paso tortuosamente lento. Tenía que aguantarme el ritmo porque solo había un camino estrecho de bajada por el que solo cabía una persona. El grupo se iba estresando porque era la terrible selva, y estaban esperando a que llegara la terrible anaconda por ellos y se los llevara en sus terribles fauces. La verdad es que bueno, sí era selva, pero nada fuera de lo común, no había que sacar machete para abrir camino, ni tirarse en rappel sobre cuerdas para descender. Es la misma selva en la que jugaba de niño en el colegio, pero Lao-style. Pero claro, para ellos era LA selva, un sueño, acostumbrados ya a las sociedades esterilizadas y desinfectadas de occidente, donde las selvas y los bosques son sepultados por toneladas de concreto y acero inoxidable que se convierten a su vez en autopistas, multifamiliares y prisiones corporativas de decenas de pisos.
Para seguir con el tema y no desvariar más, el cuento va a que llegamos a un camino con matorrales y bastante empinado, un poco difícil de bajar. El tipo consultaba seriamente con su brújula (aunque la cascada se veía AHI, de frente!) hasta que hubo motín en el grupo de boy scouts improvisados: estaban cansados, el camino de adelante estaba imposible, y la verdad, según uno de ellos, no valía la pena por ver agua cayendo. Le dije a Indiana que si quería yo pasaba y miraba si era posible el camino, y en su inmensa sabiduría me lo permitió. Me dieron paso y el camino efectivamente seguía un poco más difícil, pero ahi estaba. Me devolví y le comenté al tipo que no había rollo, pero ya estaban súper paranoicos y decidieron volver. Yo preferí seguir adelante, porque ya estaba ahí, y bajando rapidito llegué eventualmente al mirador, donde se veía la furia de la naturaleza, el poder, la belleza, lo insignificante que es uno en comparación de la naturaleza, del planeta... Y si, ahí abajo con frío y casi perdido, sentí que todo, todo valió la pena, todo el viaje, todas las caídas, los altibajos, los percances, todo valió la pena por ver ésa, ésta agua cayendo.
De vuelta la subida estaba más difícil, porque estaba lloviendo más fuerte. Arriba, uno de los empleados me preguntó intresado en si había estado abajo, porque resulta que en temporada de lluvias solo se podía bajar con guía, por lo jodido del camino... A buena hora me contó!!!
Y bueno, nada... hora de volver a Pakse, a la civilización, luego de éstos días de contacto increíble con la naturaleza y su fuerza. Y para cerrar con broche de oro, al llegar me dí uno de esos lujos que no tenía desde hacía muchos meses... Pizza!!!!!!!!!!
No hay comentarios:
Publicar un comentario