Para retomar el blog y desatrasarme de todas las historias pasadas, tendría que contar una historia corta que tiene que ver con la maravillosa vida, lo inesperado y las decisiones.
Empezaría contando que mis días de monje se terminaron. Fueron muchos meses aislado del mundo, refugiado en el silencio y la tranquilidad del bosque, escondido en un pueblo olvidado del norte de Tailandia. Fueron días y días hechos cada uno de ellos de instantes surgiendo y cesando, de experiencias, de auto observación, de crecer más como hombre, como persona.
El vivir de manera austera y monástica, siguiendo exactamente la misma forma de vida que aquel gran profesor llamado Siddharta llevaba en India y Nepal hace más de 2,500 años hace cambiar la perspectiva frente a la vida, la muerte, la felicidad y en general, a todo con lo que me relaciono. Vivir el presente, subistir unicamente gracias a la generosidad de la gente, dedicarse a la observación y a la práctica de la meditación, en fín, son cosas que dejan una marca en uno. Una marca fuerte e imborrable. Muchísimas lecciones aprendidas, mucha gente increíble, incontables amaneceres y puestas de sol (e incontables también las picaduras de los insectos salvajes!).
Pero como todo en la vida, ese ciclo también llegó a su fin, y llegó a su fin gracias a algo que llegó totalmente de sorpresa.
Un día, como es costumbre, me levanté mucho antes del amanecer para las actividades de mañana en el monasterio, y hacer la visita al pueblo para obtener comida. Una de las personas que día a dia donaba arroz a los monjes, vió que mi pierna estaba notablemente más grande que lo normal (yo ni me había dado cuenta) y me lo hizo saber. Y efectivamente, estaba bastante más grande que lo usual. Ya días antes había sentido un dolor que me había tirado en cama por unos días, pero el médico del lugar me había dicho que lo que tenía era algo muy superficial, meramente muscular y que no le pusiera atención. Que me tomara un par de aspirinas para el dolor y ya está. Así que en esa época no le puse atención. Pero ahora era diferente, aunque no sentía dolor, podía ver que el pié estaba extrañamente grande y eso no estaba tan bién.
Como le había prometido a mi familia que en caso de que los síntomas se repitieran iba a un hospital mejor y más serio, viajé a Bangkok lo antes posible y en la primera clínica decente que encontré (que coincidiencialmente era cristiana), una doctora malencarada (por aquel cuento de que yo era monje budista y estaba en un hospital de un credo diferente) me mandó a hacer los exámenes de rigor, y los resultados era lo que temía. DVT, Deep Vein Thrombosis, o Trombosis Venosa Profunda. Y no solo eso, sino que la que tenía era severa, tenía tres coágulos en diferentes partes de la vena y uno de ellos tenía serias posibilidades de soltarse y viajar a los pulmones o hasta el cerebro, pudiendo causar un aneurisma, seguido seguramente de la muerte.
Y lo que siguió, pasó muy rápido. En cuestión de instantes estaba montado en una silla de ruedas, con todos los movimientos restringidos. Una ambulancia llegó por mí y me trasladó a otro hospital con un pabellón exclusivamente reservado para los monjes. Y en ese lugar estuve varios días, rodeado de monjes moribundos y médicos atentos, llenándome el cuerpo de anticoagulantes para licuar la sangre deshacer los coágulos que estaban por mi cuerpo... Y así no me sintiera fatal, los doctores me decían que estuve rozando las puertas de la muerte, porque así es como funciona la trombosis, la enfermedad silenciosa y mortal que se lleva a miles y miles de personas todos los días...
Lo que no me cuadraba es que la trombosis por lo general le dá a personas mayores de edad, no a gente como yo!!! Pues nada, la explicación oficial después de muchos exámenes, e ires y venires, fue que habiendo pasado de una actividad física extrema (recorriendo el mundo en bicicleta), a un estado de sedentarismo extremo (largas horas de meditación día trás dia), mi cuerpo poco a poco fue generando pequeñísimas capas de sangre coagulada en la venas, especialmente en los lugares donde la circulación quedaba cortada por la posición de la meditación y la presión de las piernas contra el suelo duro. Y como ésto era durante bastantes horas diarias, día trás día, la capa de coagulación se fue haciendo más y más grande hasta que terminó por bloquear casi que por completo la circulación en la pierna... y el resto es historia.
En el hospital, bueno, la gente se muere al lado de uno y uno no está acostumbrado a ésto. En el occidente, la muerte es algo que está escondido, que uno no quiere mirar, que se mira mal. Y cuando la tienes cerca, la sientes al lado en el vecino que se muere en la noche, en las ceremonias de cremación al aire libre del monasterio, pues la visión sobre muerte, sobre muerte y vida cambia dramáticamente. La muerte deja de ser un concepto abstracto y oscuro, y se convierte en algo que puedes sentir, palpar, te enseña sobre la impermanencia de todo, hasta de tu vida, y hace que viva con más intensidad, con menos apego, con menos pesadez.
Allí conocí también gente increíble. Desde el monje ex-médico que me adoptó como hijo temporal y veló por mi seguridad, hasta las enfermeras y camilleros que sin tener mucho dinero, hacían colectas para ayudar a pagar los gastos médicos (así me negara y les pidiera que no!!), gente que trabaja de voluntaria en los auspicios dándole a la muerte un tratamiento más digno, y sin olvidar a mis dos colombianas que iluminaron varios de mis días con historias y un poco del sabor de mi tierra que a veces se me hace tan lejana.
Pero ésta corta historia no tiene final triste. Luego al darme de alta en el hospital, me di cuenta que aún amaba la vida furiosamente y quería chuparme hasta la última gota de ella así diera igual. Y al mejor estilo Samsara, en un monasterio al lado de un río volví a la vida mundana, a la ropa que me sentaba tan extraña, al caos, al dulce y sublime caos que es la existencia en éste mundo loco.