sábado, 6 de diciembre de 2008

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Del lado sur del Mekong, de vuelta al reino de Tailandia, las cosas no habían cambiado mucho. Luego de un cruce de frontera conocido y bastante tranquilo, llegué derecho al monasterio.

Todo seguía como antes, salvo que el gekko que había decidido adoptarme como mascota, prefirió abandonarme por buscarse una mejor vida. Claro, ya nadie lo alimentaba con terroncitos de azucar y mosquitos cazados. Las cosas en mi cabañita estaban tal como las había dejado. Un par de telarañas de más, pero nada que una buena limpieza no pudiera arreglar.

El día me recibió con uno de esos atardeceres para postales. Los mismos pájaros bullosos en el bosque, las mismas gallinas buscando todo el día comida, los mismos gatos perezosos que se asolean, los mismos perros que se te tiran encima para saludarte cuando pasás. Unos cuantos monjes de más, y otros cuantos de menos. Como diría RH, la rotación de personal en el monasterio es alta, pero siempre están los que son.

La gente estaba contenta de verme, porque algunos supusieron que cuando me había ido era para siempre. Pero el destino tiene una manera particular de atar los cabos sueltos.

Una de las personas que mañana a mañana se levantan antes que el sol salga para hacer ofrendas de comida a los monjes, resultó siendo pensionada de la oficina de inmigración de la ciudad. Entonces, se ofreció lo más de amablemente a colaborar con todo el tema de la visa de larga estadía que era la idea original. El tipo entonces movió sus palancas, y con una carta pesadísimamente oficial, la maquinaria empezó a girar, y espero que eventualmente produzca la famosa visa esta. Y si no, bueno, el mundo sigue y el camino nunca acaba.

Es curioso salirse del camino que la vida parecía que había trazado para uno. Ese camino por el que el estilo de vida o sociedad te lleva de la manito. Que estudiás primaria, luego secundaria, y hacés unas buenas pruebas del estado. Ésto, para seguir estudiando en una buena universidad, y eventualmente graduarse para conseguirse un buen trabajo en el que se pueda uno quedar toda la vida, y eventualmente mantener a la familia que es lo que se espera de uno.

El mundo es tan, pero tan inmensamente más grande que lo que mi cerradez de mente me dejaba ver. Tan lleno de posibilidades y gente buena. Una de las cosas cuando uno viaja sin destino es que el mundo se te abre como un jardín, lleno de frutas desconocidas para vos coger. Y el jardín es inmenso, infinitamente inmenso.

Dicen que el maestro aparece cuando el alumno está listo. Que lo que haya que pasar, pasará. Y bueno, por hoy sigo acá, aprendiendo, viviendo, tratándome de aferrar al momento presente, a espantar a los fantasmas del pasado, a ahuyentar a los aprendices de ilusionista de las fantasías del futuro.