Aunque el calor me hubiera tentado a no salir nunca de Jaisalmer y quedarme en mi habitación palaciega muchos días más, los caminos de Rajasthán seguían llamándome, haciendome ellos la pregunta si era lo suficientemente hombre (o loco) para desafiarlos y vencerlos en ésta época. Del remoto Jaisalmer a Delhi eran casi mil kilómetros de carretera desértica, polvorienta, difícil. Pero con Alma recién preparada, y yo bién descansado, estaba confiado en que todo iba a salir muy bién.
Ah, la ingenuidad...
En rumbo hacia Pokaran la carretera es terriblemente abrasadora y dificil, en una sola palabra, infernal. El calor te enloquece, pero lo que te mata en realidad es que efectivamente estás en un desierto, y los pozos con agua que tan comunes eran en el norte de India, desaparecen por completo en Rajastan. En la carretera estás vos, sudando y respirando fuerte y al lado, abrazándote, el desierto. Ese desierto rudo, inhóspito, en el que la vida lucha con todo lo que tiene por pasar un día más. Ese desierto que tantos han tentado y tan pocos han vencido. Las botellas con agua que llevaba se acabaron en unos minutos y el optimismo de encontrar un pozo o alguna estación de servicio se iba desvaneciendo poco a poco. Afortunadamente encontré una casa escondida en la arena y como pude les pedí algo de agua. Las mujeres me miraban como bicho raro (que bueno que ya me estoy acostumbrando) y al final me llevaron al patio trasero donde en unas tinajas de barro había un agua color parduzco de dudosa proveniencia... Pero como la sed mata cualquier prejuicio o asco, a mi me supo a nectar caído del cielo y luego de llenar mis reservas y agradecerle a las hijas del desierto, seguí en la suicida marcha por las vacías carreteras de Rajasthán.
Luego de muchas horas que se me hicieron un verdadero suplicio, llegué a Pokarán que es donde India le dá por hacer las pruebas nucleares para intimidar a su vecino Pakistán. Cercadas y rebosantes de ejército y fuerzas militares, los sectores en los que todavía están los cráteres de las bombas y proyectiles atómicos están claramente delimitados. Allí en Pokarán también hay algunos fuertes y edificios de interés, pero francamente me importaba un carajo porque lo que quería era descansar y salir al día siguiente antes que saliera el sol y el calor me matara. Tal vez sería un día menos difícil, no?
Ah, la ingenuidad...
Tantos días en el monasterio de Tailandia te enseña al menos a madrugar y disfrutar los primeros instantes del día. Pues aún a oscuras empecé el largo trayecto rumbo a Jodhpur que también cruzaba parte del gran desierto del Thar. Y todo iba bién, estaba animado, el clima estaba pasable y la carretera estaba sola para mi. Incluso tenía ganas de cantar, así de optimista estaba.
Hasta que llegó la tormenta de arena.
En cuestión de minutos, el cielo se puso un poco oscuro como si fuera a llover más tarde. Y empezó el viento a soplar fuerte, cada vez más y más fuerte. La arena empieza a golpear durisimo y la carretera se cubre por completo de polvo del desierto, que también se te mete en los ojos, en la boca, en cualquier parte que esté expuesta. No hay nada que hacer, ver es imposible. Solo escuchás ese atronador rugido del viento jugando con la arena, tratándote de violarte entre ambos.
A uno le pasan por la cabeza todas esas imágenes de películs y documentales del Sahara y África en las que luego de las fuertes tormentas de arena, nadie queda vivo. Y bueno, en medio de la preocupación y el desespero llegó el pensamiento tranquilizador de que no hay absolutamente nada que hacer sino buscar cubrirse como pueda y aguardar a que baje un poco para ver algún lugar que sirva mejor de refugio que el árbol seco en el que me agaché con mi krama protegiéndome la cara (amo ese krama, maldita sea!).
Y ahí estaba yo, uno de los ciclistas más estúpido de todos los tiempos, con un trapo en la cabeza y una bicicleta sucia al lado. Yo, armándome unas películas de terror en la mente y la arena clavándose como agujas en cada lugar del cuerpo que estaba descubierto. Alma se había caído por la fuerza del viento, pero estaba más estoica que yo.
Cuando ya me estaba desesperando, tan rápido como apareció, el viento fue disminuyendo y el día se fue aclarando. De nuevo el sol apareció y lo único que demostraba que había sucedido una tormenta de arena era el desastre en la carretera y los kilos de arena que de alguna manera se lograron colar dentro de las alforjas de la bici.
Tembloroso, sucio, empolvado, tomé un poco de agua para aclarar la garganta y mis pensamientos y continué camino hacia Jodhpur, esperando que ninguna eventualidad pasara. Y los dioses, viendo que tal vez había tenido suficiente con el desierto, me dejaron llegar en paz (aunque tardísimo) a la ciudad azul de Jodhpur.
3 comentarios:
Esa historia está peor que una revolcada en la playa, apuesto que pasarán meses y aún conservarás vestigios de esa arena... Un abrazo
Ay terrible!! arena en los ojos, que horror!
si me imagino que como dice ´anonimo,´ la arena que te cayo en las orejas te la estaras sacando por bastaaaaaaante rato. Menos mal no tienes pelo largo...
ojala sea tu primera y ultima tormenta de arena. Con una basta y sobra, no?
Que excelente historia, un gusto visitarte.
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